Y
SU CALMA
Erguidos en el tiempo,
verticales, con los dioses
compartiendo la desmesura de
lo alto,
el terrenal aliento de nubes
y una mirada
que desciende, se pierde el
infinito mar,
se llega a lejanía de
horizonte o es caricia
en la cóncava curva línea de
la costa,
límite preciso (dibujado por
azar o necesidad
o trazado acaso por los
mismos dioses, capricho,
creación o juego) en que
tierra y mar
confluyen, se funden sin
confundirse,
se encuentran y todo es
una
larga mirada sobre la calma de los dioses.
Viven los siglos, el
trasiego de vidas, las mínimas
historias, los guijarros,
los nombres perdidos.
Viven en esta encendida
llanura, en este monte
que alienta la belleza, en
estas vivas ruinas
donde nace el sol y un
nítido horizonte se divisa,
como si ahora de nuevo,
surgiendo de la espuma,
hermosos, intangibles, nos
deslumbraran
otra vez y para siempre con
su perfecta belleza
(la vemos espejo de la
nuestra, ¡tanto nos ciega
la hermosura!) y nos
alcanzaran para partir
con nosotros el pan, el
aceite, las uvas,
para decir en esta tierra,
bajo el cielo, frente al mar
su antiguo consuelo,
dejarnos la claridad
que arrebata y una piedad
antigua, tan leve,
tan tersa, tan serena como
una caricia
o este mar, esta luz, esta
heredada belleza.
Idéntica claridad, el mismo
deslumbramiento,
el mismo mar que adolescente
inscribieras
juntando sentido a sentido,
abriendo
el oráculo del diccionario,
luchando
con la sintaxis, sus
trampas, las aviesas,
arduas celadas de la
gramática, para grabar
con lento, trabajoso amor,
en pautado
papel escolar esa luz
cegadora.
Esa luz desprendida del
vocablo del error
es la misma que ahora en
este mirador sin tiempo,
en esta quietud de siglos te
envuelve
y sabes que nunca te
abandonará.
Signos aprendidos, acentos,
música,
hexámetros exactos nunca
olvidados
y dices desde esta altura
las palabras
que juntan mar y dioses,
que convocan los trabajos y
los días,
la blanca espuma y el arado,
un trasiego
de hazañas, el viaje, las
inútiles guerras:
Ciertamente
Aurora de azafranado manto desde río Océano
se
levantaba para llevar la luz a los inmortales y a los humanos
escribes de nuevo, deletreas
con la mirada los alados versos
y regresan los dioses como
Aurora surge del mar
y llega a nosotros y nos
alcanza.
En el Este,
en este templo, esta
encendida arena de Ampurias
contemplando las aguas, la
espuma, idéntico mar
que cantara y viera el ciego y viejo Homero.
Inscribes ahora con la misma
pasión la historia
que te conmoviera y
trabajosamente descifraras,
el alfabeto de la luz, una
sintaxis del mediodía,
los lejanos dioses que te
regalaron tus obligaciones
escolares, la cólera de Aquiles
(Canta, oh diosa)
Ulises el prudente, la
astucia, los pies ligeros,
las cóncavas naves, el
interminable asedio,
también los tersos
hexámetros de Virgilio,
el prudente Eneas (Canto las armas y el varón),
el ritmo, los epítetos, la
alternancia, breves, largas,
midiendo, ordenando, tantas
veces confundiendo,
atisbando sentido y al fin
la claridad
hacia dentro ascendiendo,
llevando al adolescente
a esta luz, este calor sin
cobijo, esta belleza
tan terrenal, tan nuestra.
Cuando ahora renqueante
vuelve Homero con sus dioses
y contempla
el mundo (con la penetrante
mirada de los ciegos,
los iluminados, los
inexistentes) desde esta bahía de Rosas.
Así la claridad de los
antiguos se abre paso,
desde el este te lleva de la
mando escalando
el tiempo de tu propia y
pequeña historia.
Antonio
Crespo Massieu.
Obstinada memoria. Amargord, 2015.