El miedo a morir no es otra cosa, Critón,
que el asco profundo de tener que decir
sí a la tierra,
de tener que aceptar esa oscura orfandad
que es al mismo tiempo la filiación más extrema.
Esa
repugnancia que siempre genera
toda obediencia necesaria:
la madre sometiendo al hijo
a su ciencia innumerable:
su cuerpo signo del mundo, sema
del orden primero
y receptáculo por eso del primer suplicio.
Despedirse
para siempre
del cuerpo que fue nuestro es doloroso
y espanta a la memoria
saberse simiente de la nada, parto
de la ira elemental de la materia.
Turbios expelemas
de ceniza
habrán de consumar mañana
este extraño periplo que es vivir
y la indigna certeza de sabernos finitos.
¿Por
qué, Critón, por qué
tuvo que ser el hombre el animal
elegido por los dioses
para pensarse a sí mismos?
¿Por qué
no eligieron a los caballos,
a los centauros, a las sirenas,
a las panteras, a los buitres?
Asco de
la tierra y asco
de nosotros mismos,
es el pago de tener conciencia,
el pago por habernos apartado
de la entraña de la Oscura,
el pago de esa audacia
genuinamente nuestra, o el pago quizá
de esa ancestral cobardía humana.
Haberla negado,
haberla mirado con odio
a sus ojos inconcretos, a sus ojos
sabios.
¿Así se
miran los hoplitas
cuando quieren devorarse unos a otros?
¿Así nos ha mirado y así la miramos
nosotros desde antiguo?
El miedo
a morir no es otra cosa:
lo imperdonable, Critón,
el tener que decir que sí a la tierra,
el tener que obedecerla
como reos que confiesan delitos que no hicieron,
coaccionados por el suplicio,
el tener que cumplir a rajatabla su mandato:
olvidar para siempre que hemos sido.
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