De senectute
No estoy aquí, en la última milla, para dirigir un
discurso
filosófico cual Catón el Antiguo, severo patricio, un
tratado
en pulida prosa rítmica y académico estilo ciceroniano. Estoy
aquí,
en la última milla, en la primera, en la única milla
-siempre en mitad del camino
de la muerte-,
para acompañar al ajusticiado desde la celda al cadalso,
para acompañarme a mí mismo
(pues todos somos a la vez la víctima y el verdugo.
Y todos inocentes: mortales).
La nieve ha borrado el aromático rastro del seto, el
sonido de toda huella,
ha enmudecido a los pájaros,
ha igualado el prismático despliegue del arcoíris,
ojos de agua ciega, sordera absoluta, privación del
sentido.
Me he quedado en encías,
como un grotesco lactante de ochenta años,
de ochenta siglos,
en fábulas, en desmemorias, en muecas inútiles.
Cuna y tumba, rosa y ceniza, polos que se atraen y
repelen,
ártico y antártico igualmente glaciales
(y ecuador quimérico).
Noche a noche mi cama prefigura más su condición de
féretro,
blando ataúd donde entierro como en arena mis ilusiones
extintas, mis sueños de insomne.
La velada lámpara, la menguante luna asomada a cristales
me arropan en claror espectral, me envuelven, esbozan
los contornos de los objetos que me rodean
obstinados en inmutable presente, en materia
durable –caoba, mármol, metal, cuero,
lienzo y papeles frágiles, pero ajenos
al desgaste, a la consunción (objetos de mi propiedad:
yo los llamo puerilmente míos). Lo mismo que afuera
los arbolillos de la calle que mudando perennemente de
hoja
persisten en su ser de árboles sólo, de acacias
idénticas,
la piedra de las casas, el asfalto urbano
indiferente a los surcos que
imprime en él el tránsito rodado del hombre urgido,
del transeúnte que no va a
parte alguna:
todos sus trayectos son
viajes de retorno, sin retorno, agitación baldía.
La última milla se inicia ya
en los primeros pasos,
y antes de los primeros,
cuando el niño aún no puede
caminar, cuando en la
matriz, en la celda
del penal materno,
incomunicado, oprimido,
inconsciente del lejano
pecado, privado de habla
y de gesto, es incapaz de
asumir su propia defensa,
no puede protestar ni apelar
a nadie por su inaudita condena.
No llores, porque nadie
habrá de escucharte.
No abras el balcón: da sobre
la niebla.
No empieces a gemir tan
temprano: aún es noche.
No pierdas desde ahora lo
último que se pierde.
Calla, consuélate de la vida
con la vida misma.
Lo que en último término te
cobija es tu desamparo.
Umbral del frío, feliz año
nuevo, feliz año viejo,
dichoso año único.
Todo el pasado incumplido
está aún delante de ti.
Ayer te alecciono el futuro.
¿No lograste acaso cuanto
deseaste de veras
y muchas otras cosas que ni
siquiera soñaste?
¿En qué sueño te sientes,
pues, defraudado?
¿A qué aspiras en el
poniente?
Has plantado un árbol, has
tenido un hijo, has escrito un libro,
siempre un mismo libro,
un solo verso interminable.
Y te quejas, dices: “¿Qué
importa la posteridad
sin la anterioridad? ¿De qué
vale que me conozca el futuro
si me ignora el pasado?”.
La vejez por naturaleza es
algo habladora.
Nada tiene de extraño que te
repitas,
que vuelvas en vana espiral
a lo que te atribuló o te alentó,
que percibas aún el aroma del
jardín primero.
La memoria disminuye si no
se ejercita.
Desmemoriado y sin
esperanza,
contémplate sentado entre
los cipreses,
setos en flor y carcomidas
estatuas,
el pájaro en la rama, la
paloma en la piedra. Mira, toca en el mármol
tu muerte ayer, tu diaria
ceniza. Advierte la fuente,
el agua que corre… Y quédate
solo
con la ilusoria renta de tus
manos,
luces borradas, palabras
caídas.
Vicente Gaos. Última Thule. Provincia. León, 1980.
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