Aglae
¡Qué reguapo estás hoy,
Platero! Ven aquí… ¡Buen jaleo te ha dado esta mañana la Macaria! Todo lo que
es blanco y todo lo que es negro en ti luce y resalta como el día y como la
noche después de la lluvia. ¡Qué guapo estás, Platero!
Platero, avergonzado un poco
de verse así, viene a mí lento, mojado aún de su baño, tan limpio que parece
una muchacha desnuda. La cara se le ha aclarado, igual que un alba, y en ella
sus ojos grandes destellan vivos, como si la más joven de las Gracias le
hubiera prestado ardor y brillantez.
Se lo digo, y en un súbito
entusiasmo fraternal, le cojo la cabeza, se la revuelvo en cariñoso apretón, le
hago cosquillas… Él, bajos los ojos, se defiende blandamente con las orejas,
sin irse, o se liberta, en breve correr, para pararse de nuevo en seco, como un
perrillo juguetón.
- ¡Qué guapo estás, hombre!
-le repito.
Y Platero, lo mismo que un
niño pobre que estrenara un traje, corre tímido, hablándome, mirándome en su
huida con el regocijo de las orejas, y se queda, haciendo que come unas
campanillas coloradas, en la puerta de la cuadra.
Aglae, la donadora de bondad
y de hermosura, apoyada en el peral que ostenta triple copa de hojas, de peras
y de gorriones, mira la escena sonriendo, casi invisible en la transparencia
del sol matinal.
Juan Ramón Jiménez. Platero y yo.